No dejen de escuchar el podcast, un relato de esta celebración
Tendría siete años cuando viví mi primera Navidad cubana. Recuerdo un auto norteamericano manejado por mi tío Pablo, de esos donde cabían muchas personas, en especial todo aquel grupo de primos, que después fui dejando de ver.
Mi primer recuerdo inicia
cuando fuimos a recoger a mi padre en la peletería donde trabajaba, "La Cubana" una tienda de calzados con sus vitrinas repletas de todo tipo de zapatos,
nacionales y extranjeros, de color negro, blanco y aquellos que combinaban los
dos colores. Me gustaba el olor a calzado nuevo y, por supuesto, ver a mi papá
trajinando con una caja de zapatos para llevarle a una dama, a un hombre o un
niño que esperaba reposadamente por aquella prenda tan necesaria.
Aquel día, no recuerdo si
un 23 o un 24 de diciembre, mi padre fue el último en subir a aquella nave
familiar, donde con mis tíos, tías y primos pusimos rumbo a un pueblito casi en
el centro de la isla. ¿A qué hora llegamos? No lo recuerdo, tampoco dónde nos
quedamos a dormir, pero si cómo mis primos y otros primos de aquel lugar
jugábamos corriendo de un lado al otro.
No recuerdo la cena de
Navidad, pero mis únicos dos recuerdos son ver a mis tíos y a mi papá haciendo
girar sobre carbón un palo que atravesaba un cerdo y el otro que los primos corríamos,
jugábamos a los escondidos y a los policías y ladrones. A la mañana siguiente
vi que los adultos desenterraron una garrafa de vidrio, que al destaparla llenó
de un olor dulce con un toque alcohólico la sala donde estaba una mesa grande.
Aquel preparado fue servido en vasos que solo los mayores probaban; el ambiente
se llenó de risas, abrazos y de peticiones de los primos para que nos dejaran
probar el elixir misterioso.
Supongo que ese día
regresamos a La Habana, de nuevo con los tíos riendo y charlando de tantas
cosas de la vida que no puedo recordar. El único recuerdo que tengo es que esa
fue mi primera y última Navidad. Después, esa fecha fue borrada del calendario
revolucionario cubano, convertidos en traidores los que la seguían haciendo y
marginados por completo.
Hoy sé que no fue mi última Navidad, sino
la última vez que la viví con inocencia, con abundancia de rostros y con la
tranquilidad de no saber que algo podía perderse para siempre. Cuando la
volvimos a retomar, nada fue igual; fueron mesas casi vacías, menos risas y
pocas personas a las que abrazar.
Pero aquella primera vez sigue intacta,
resistiendo al olvido y a los años, recordándome que hubo un momento en Cuba en
el que la Navidad existió no como una fecha, sino como un abrazo colectivo que
aún me acompaña, aunque ya no esté en el calendario.
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