Debes amar la arcilla que va en tus manos
Debes amar su arena hasta la locura
Y si no, no la emprendas que será en vano
Sólo el amor engendra la maravilla
Debes amar su arena hasta la locura
Y si no, no la emprendas que será en vano
Sólo el amor engendra la maravilla
Silvio Rodríguez “Solo el amor”.
Nuestra profesión no es solo de titulo, es de alma y eso
implica que el profesor además de ser una persona como otras, tiene una gran
responsabilidad: acompañar a sus alumnos en el complejo mundo del conocimiento.
Ese acompañamiento no se da en condiciones especiales, sino
en las cotidianas de cada día. Pasamos clases en ambientes no siempre
adecuados, a veces con calor excesivo, viento, polvo y todos los elementos de
la madre naturaleza contra nosotros. Competimos con ruidos molestos y
desafiamos todos los obstáculos de nuestra tarea diaria.
Pero aun así “pasamos” la clase, tratamos de dar lo mejor de
nosotros y lo hacemos con la conciencia que es nuestro deber. Somos los
formadores de la nueva generación y seguiremos siendo siempre esos “reparadores de sueños” esos sanadores mentales y escultores del conocimiento, que acompañan
siempre a la sociedad.
Quién no recuerda alguno de sus profesores, tanto por lo que
le enseñó y compartió, como por lo que a veces no hizo. Casi todos conservamos
en nuestra memoria recuerdos de esos buenos profesores, de esos que entregan
todo, de esos que lo son de alma y no de titulo.
Recuerdo una maestra, llamada Enriqueta que
fue la que me enseñó a leer y escribir y después nos acompañó en varios cursos.
Cuántas veces insistió con todos nosotros en la forma de escribir una palabra,
nos enseñó que la ortografía no es cosa de un día, sino de toda la vida.
Me viene a la memoria, en la universidad, una profesora, aun
con vida y llena de energía, llamada Catalina García. Ella fue el mejor ejemplo
de profesor que tuve en muchos años, su empeño, su exigencia y su delicadeza en
el trato a las personas, no me dejan olvidarla. No solo nos acompañó en los
estudios superiores, sino años después, cuando estaban reconociendo su trabajo
en un acto público, se escapó de su asiento y fue lejos de allí, a donde a esa
misma hora defendía mi tesis doctoral.
Estos y otros muchos ejemplos más que no cito por la extensión del
artículo, me enseñaron la diferencia entre dar una clase y tratar de dar una
buena clase.
Pero que incomodo es para el profesor que al llegar a su
aula encuentre que está sucia, con las paredes manchadas, o peor que los medios
a emplear no los pueda utilizar por un simple olvido administrativo, o una
grave irresponsabilidad de las funciones de uno u otro. En este caso solo estamos tratando de impartir la clase, con el grave daño a los estudiantes impidiendo lograr lo que con tanto esfuerzo planificamos.
La clase del profesor es sagrada, la exigen los estudiantes
y los directivos educacionales deberían tener como primer punto de cada día
verificar el cumplimiento de esto. No es el profesor el encargado de encontrar
una desgastada llave para abrir puertas, o exigir que cambien un conector en
mal estado de una pizarra digital.
Nuestra tarea es enseñar, es moldear esa
arcilla, para que se produzca el milagro del aprendizaje.
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